Con la complicidad de mi compañero hospitalero, decidimos saltarnos alguna de las normas del albergue. Los dos éramos novatos y estábamos en nuestro primer destino, eso nos permitía cierta libertad a la hora de hacer las cosas y como la ignorancia cuando no hay malicia de por medio, suele ser bien comprendida, no tuvimos ningún problema para llevar adelante nuestra iniciativa y cuando confesamos nuestras faltas, fueron comprendidas por quienes supervisaban nuestra labor.

            El albergue disponía de una pequeña cocina para los más de cien peregrinos que solíamos acoger diariamente, la cual era insuficiente para las necesidades que tenían los peregrinos. En cambio, los dos hospitaleros, teníamos a para nosotros una cocina tres veces más grande y mucho más equipada lo cual no dejaba de ser una incongruencia.

            Un día, llego al albergue una peregrina novata, era su primer día de camino. Salía desde allí, para ella todo era nuevo y se encontraba muy perdida, no sabía lo que hacer y la daba vértigo comenzar al día siguiente a caminar. Al ver los miedos que la invadían, decidimos saltarnos una de las normas del albergue y la invitamos a cenar con nosotros, compartimos nuestra cena con la peregrina novata.

            Mientras duró la cena y sobre todo durante la sobremesa, el rato que pasamos fue muy ameno ya que no paramos en todo momento de hablar del camino. Las tres horas que pasamos juntos, fueron para nosotros como un instante, pero de esos que se quedan en nuestra mente y tardarían mucho en olvidarse.

            Nos sentíamos tan gratificados por aquella experiencia, que decidimos repetirlo a diario, según fueran llegando los peregrinos, iríamos invitando a algunos a compartir la cena. Si ellos pensaban comprar algo para cenar, lo traerían a nuestra cocina y a la hora que habíamos previsto nos reuniríamos todos para preparar lo que había y compartirlo fraternalmente.

            Cada día era mayor el número de peregrinos que nos reuníamos y en ocasiones la amplia cocina se quedaba pequeña para acoger al casi medio centenar de peregrinos que nos juntábamos.

            Prolongábamos la sobremesa en el patio y como no podía ser de otra forma, el tema de conversación era siempre el camino. Los peregrinos contaban las experiencias acumuladas que llevaban en la semana que estaban en el camino y también hablábamos sobre lo que les esperaba más adelante.

            La colaboración por parte de los peregrinos era estupenda ya que enseguida se organizaban los turnos para recoger y fregar todo lo que habíamos utilizado durante la cena.

            Muchos días venían más peregrinos de los que habíamos previsto porque cuando se corría la voz que había una cena comunitaria, se apuntaban a ella aunque no hubieran tenido la precaución de haber comprado nada que pudieran aportar. Siempre se podía añadir un kilo más de patatas o un sobre más de pasta a lo que habíamos preparado y se repartía entre todos.

            No nos detuvimos ahí, también por las mañanas, invitábamos a quienes habían estado en la cena a desayunar. Siempre sobraba un poco de pan con el que preparar unas tostadas y aunque nadie traía ni café ni leche, los dos hospitaleros lo adquiríamos con nuestros medios, pensamos que en lugar de tomar unas cervezas o unos vinos, ese importe lo emplearíamos en el desayuno de los peregrinos lo que nos hacía más felices ya que les veíamos muy alegres cuando abandonaban el albergue por la mañana.

            Para nosotros la experiencia estaba siendo muy positiva y en ningún momento nos paramos a pensar el coste que a nosotros nos suponía.

            Fueron pasando los días y el trajín en la cocina de los hospitaleros era constante cada mañana, durante el mediodía y por la noche. La puerta de la cocina que siempre había estado cerrada con llave, ahora se encontraba siempre abierta y los responsables del albergue se fueron acostumbrando a los cambios que habíamos introducido.

            Cuando ya estaba cercana nuestra finalización como voluntarios en el albergue, un día llegaron un grupo de siete peregrinos. Se trataba de una cuadrilla muy heterogénea que se había ido conociendo a lo largo del camino. Nada más verlos me extraño que camináramos juntos ya que los veía tan diferentes que no me encajaba verles juntos en cualquier etapa del camino.

            Les hablamos de la cena compartida y nos dijeron que les parecía una idea estupenda a la que se apuntaban. Irían por la tarde a comprar algo para compartir en la cena.

            Cuando por la noche les vi llegar, comprobé que traían varias bolsas lo cual me agrado mucho ya que esa noche había muchos peregrinos y eran pocas las provisiones para llenar tantas bocas, por eso venía muy bien lo que hubieran comprado.

            Con estupor, veo como van sacando de las bolsas botellas de vino  algunas piezas de fruta y al ver mi cara, sonriendo me dicen que ellos se encargan de hacer una sangría.

-¿Y no habéis comprado algo para comer? – pregunte.

-Esto nos llenará el estómago – dijo una de las peregrinas – veras que bien sale.

Envié a alguien para que fuera a la tienda más próxima y comprara unas bolsas de espagheti, al menos la pasta resulta barata y muy nutritiva y a todos les gusta. Ese día, aunque había mucha gente, pocos habían comprado cosas para aportar a la cena.

Comenzaron a preparar la sangría, pero enseguida comprobé que ni siquiera eso lo habían comprado en condiciones ya que les faltaban la mayoría de los ingredientes.

-¿Tienes azúcar? – Dijo quien lo preparaba.

Saque un paquete de uno de los armarios para que añadiera la cantidad que necesitaba.

-No tendrás algo de fruta, hemos traído poca – siguió pidiendo.

-Mira a ver en la nevera – le dije.

-¿Tienes coñac? – continuo pidiendo.

-Licor no queda mucho – le dije – y el que hay solemos tomarlo en las tertulias del patio después de la cena.

Continuaron pidiendo cosas, hasta que ya parecía que aquello no admitía ninguna cosa más y aunque pudiera, tampoco estaba en condiciones de proporcionárselo ya que eran muy limitadas las provisiones que allí teníamos.

Después de remover durante casi diez minutos el contenido de una gran cazuela, introdujo la cuchara en el brebaje y lo acerco a su boca saboreando lo que había preparado y tras chasquear la lengua me miro y me dijo:

-Está bueno, pero le falta algo, ¿No tendrás un melocotón?

-Únicamente hay lo que has visto en la nevera – la dije.

-¡Yo tengo un melocotón! – comento una de las integrantes de su grupo – pero no lo puedo dar porque es para mi cena.

Me quede mirando durante un largo rato a la peregrina como si no hubiera comprendido lo que acababa de decir y esperando que reaccionara, pero al comprobar que esta no movía ni un músculo, no pude por menos que decirla:

-O sea que vas a cenar nuestra cena y no eres capaz de aportar un simple melocotón. ¡Tú eres una egoísta!

La peregrina hizo ademán de llorar y se dio la vuelta dirigiéndose hacia el cuarto haciendo un desplante a quienes allí nos encontrábamos.

-Has sido duro con ella – me dijo su compañero – es que es musulmana y no comprende nuestras costumbres.

-¡Ni musulmana ni leches! – exclame – es una egoísta por aprovecharse de lo de los demás y ella no compartir lo suyo.

Comprobé que se estaba produciendo una situación un tanto tensa ya que dos de los integrantes del grupo fueron a consolar a la egoísta peregrina. Viendo que mi reacción podía ocasionar un malestar en el grupo les comente:

-No retiro ni una palabra de lo que he dicho, pero, pero soy consciente que aun os quedan muchos días de camino y no quiero ser el causante de romper la armonía de vuestro grupo, por eso no tengo inconveniente en disculparme ante ella.

-Te lo agradecemos, si no te importa, nos gustaría que lo hicieras – me dijo el que parecía más serio del grupo.

Fui hasta la litera en la que se encontraba la peregrina egoísta y cuando me puse frente a ella, al comenzar a hablar, esta se dio la vuelta y tapo su cabeza con la almohada.

-Tragándome mi orgullo, había venido con la idea de pedirte disculpas – la dije – pero después de tu actitud sigo pensando que eres una egoísta y ahora una maleducada.

Regresé a la cocina y cuando me encontré a sus compañeros, les dije que personas como ella sobraban en el camino ya que no lo estaban entendiendo porque el camino es un lugar donde la palabra generosidad, algo de lo que su compañera carecía, está presente en el comportamiento de cada uno.

Esa cena, resulto diferente, me sentía mal porque no veía el mismo ambiente que otros días, la mayoría había presenciado la discusión y aunque trataban de estar animados, no entendían aquella muestra de egoísmo que a todos les parecía fuera de lugar.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, vi como la peregrina egoísta cruzaba el patio dirigiéndose a la cocina. Entonces volví a pensar en la magia del camino, que hace a las personas comprender y sobre todo corregir sus errores y pensé que había meditado y venía a disculparse. Pero ella, sin decir nada, se sentó a la mesa, se sirvió un vaso de café con leche, impregno margarina y mermelada en una rebanada de pan tostado y con la mirada fija en la mesa fue ingiriendo lo que se había servido.

Por primera vez hable en alto en la cocina, dirigiéndome a los presentes, quise que todos escucharan lo que para mí significaba el camino ya que hacía que las personas mostraran su mayor generosidad sabiendo compartir, ofrecer lo que se tiene a los demás, eso es lo que suelen hacer quienes ponen sus pies en esta senda milenaria, pero había comprobado que siempre hay excepciones que suelen confirmar la regla.

Percibí como mis palabras causaban el efecto que deseaba y avergonzada, sin levantar la cabeza abandonó la cocina en la que nunca debería haber entrado, al menos hasta que no aprendiera una de las cosas que el camino nos enseña, saber compartir con los demás.

 

Sentimientos Peregrinos